El artista suele ser más atribulado y taciturno que dicharachero y burlón. Le quitan el sueño algunos misterios, lo aquejan penas dispares. Le desazonan las terribles insidias de los pequeños detalles, le preocupan las consecuencias insospechadas de los actos banales. Un día son las carbonillas que se parten, otro los pinceles que se quedan tiesos…
Antes pasaba a menudo. La vida de los pinceles era corta. Tenían una severa vocación de puntero, de varita. Como se compraban de oferta, duraban lo que tenían que durar, y nadie chillaba. Si se limpiaban, se limpiaban mal.
Pero llega el día en que sibilinamente nos confían el secreto del jabón blanco, y todo cambia para siempre.
Resulta que el artista además de taciturno tiene que ser muy desconfiado, porque tras la más humilde labor descansan las rapaces garras de la disipación. Permítanme explicarlo…
Por aquello de la higiene los pinceles entran a sobrevivirse, a perdurar. Eso nos lleva a admitir que es hora de invertir en otros mejores, con el subsiguiente tanteo de marcas y modelos, precio y calidad. Esto de limpiar repercute, repercute mucho. Además de dinero pierdo también el tiempo, y siempre he sospechado un talón de Aquiles en esta suerte de obsesión ante detalles que a la postre sólo nos alejan de Lo Importante. Perder demasiada energía eligiendo pinceles parece un ejemplo absurdo, pero no, es el puntapié inicial del llamado efecto dominó y lo demás vendrá en tropel: el mejor médium para el óleo, los secretos de la confección casera del gesso, las mejores técnicas para tensar bastidores, etc, etc.
Lo peligroso de estas rutinas periféricas es obsesionarse, hacer del desvío un oficio… Empezamos a sospechar una clara tendencia a esquivar el grave asunto de pintar. Y nos preguntamos por qué.
(Debe haber muchas explicaciones para esto, y al momento se me ocurren dos; pero sólo hablaremos de una.)
Según entiende el artista, algunas obras se construyen con partes iguales de sensibilidad y lógica, otras con mucha pretensión y poco fundamento, pero todas con más suerte que empeño. De lo último nada tiene que agregar, y lo primero viene envuelto en misterio. El problema es transmitir la sensibilidad, se anima a decir. Pareciera que el lirismo acontece en lugares insospechados: la sinuosidad de una línea, el matiz de un color. A lo largo de los años, harto ya de buscarlo, el artista ha concluido que muchas veces la manera más segura de invocar al elusivo Yeti del lirismo es dejando espacio para el azar y lo caótico: borrones, tachados, espatulazos, salpicaduras. Allí el abominable se descuida y aparece.
Lo malo, lo terrible, es el esfuerzo que implica. El capricho que parece regir la floración de una mancha o un borrón nos agota, nos apabulla, y nos retiramos extenuados. El azar, por definición, no se comporta como esperado. Por eso tiramos la toalla y nos refugiamos en la trinchera de cualquier tarea con atisbos de orden. Limpiar obsesos los pinceles es una de ellas. Uno necesita la tranquilizadora orilla de lo racional y previsible. Una rutina banal que nos permita un momento de bovina mansedumbre, abstraernos por un instante en un nirvana sin tiempo ni lugar.
(Otra manera de dominar la indomitable energía del azar es hacer como los pintores chinos: sentarse durante horas a imaginar esas pinceladas para que al momento de ejecutarlas se hagan a la perfección, obedeciendo a un plan.
Lo he intentado. Cuando me despierto no sé dónde estoy. No sé si soy una pincelada, un chino o qué.)
En fin, conviene nunca olvidar que el trabajo cerebral necesita las cimbreantes aguas del lirismo para ver si se mantiene a flote.
Claro que la única manera de insuflarle sentimiento a la obra es obrar con sentimiento. Y eso no siempre es posible, porque la mayor parte de las veces, como ven, nos quedamos soñando con pinceles.