Me invitaron a dar una charla. A veces pasa. La gente imagina que los artistas tenemos algo para decir.
Bueno, no lo voy a negar, yo tengo cosas para decir. Pero son mayormente olvidables.
Cuestión que entre el público estaba mi madre. Y a veces mi madre no es el mejor público.
Al día siguiente le pregunté su parecer sobre la famosa charla.
Me dijo que muy bien, pero que había revelado demasiadas cosas sobre mi hacer, disipando el velo de misterio que debe llevar el trabajo.
La frase me sirvió para entenderla más a ella que a mi obra.
Por sus silencios, digo, por su mutismo. Mi madre es un misterio.
La cosa es que a mí me tiran de la lengua y después quedo con ganas de seguir andando, o por lo menos de pulir lo expuesto, decirlo mejor. Y para decirlo mejor hay que hacerlo por escrito, claro, con tiempo para considerar cada una de nuestras palabras, pulirlas hasta que se rompan o nos queden brillantes -brillantes de gastadas, se entiende.
Por eso yo comenzaría diciendo lo mismo que intenté decir en la charla, esto es, aclarando que no hago casi nunca bocetos de mis obras porque creo que ese cálculo previo le resta frescura al trabajo final. Una de las tantas manías personales, no lo voy a discutir, porque las dos o tres veces que realicé bocetos el trabajo igual tomó las usuales desviaciones sobre la marcha que me hacen disfrutar el recorrido. O sea que puedo equivocarme, lo reconozco.
Otra manera de comenzar esta versión de la charla sería repitiendo a Stephen King, quien ante la pregunta sobre el origen de sus ideas aclaró, con total franqueza, que no lo sabía. Y si me permiten el pretencioso parangón, diré que yo tampoco, y que además no hago ningún esfuerzo por averiguarlo. Como el Lucas de Cortázar, yo cada tanto pongo una idea. Y eso es todo.
Creo que era Borges (¿o era Bioy?) quien comparaba la gestación de ciertos cuentos con la aparición de islas en el horizonte, que se van acercando y perfilando. En ocasiones es así, no hay duda, pero la mayor parte de las veces la isla se nos aparece de pronto, y contundente. Es como si nos tiraran la isla encima, con todo y arena y palmeras. ”La idea es tal, y para hacerla necesito esto y lo de más allá”.
Lo malo es cuando esa aparición nos llega envuelta en tinieblas, como si encalláramos en la isla de noche. Sabemos que está ahí, sentimos su presencia. Lo malo es que no sabemos su aspecto.
Ese tipo de isla es una pulsión, un afán de hacer, de dibujar, de pintar, de cortar y de ponerle rueditas. Pero no sabemos a qué.
Entonces, para encontrar ese cuadro, para entender su contorno, me pongo a ver fotos. Como si fuera un identikit que uno tiene que repasar hasta que aparece la figura que sospechamos, que nos ronda por la mente aun sin definir. Vamos pasando revista al sinfín de imágenes que tenemos guardadas, recortes, capturas de pantalla, cuanta cosa nos llamó la atención, sospenchando que el día de mañana haríamos esto que hacemos ahora, mirarlas hasta encontrar la que encastra con esa idea que nos ronda la mente pero no podemos definir.
Más o menos así.
(Y no digo más, mamá).