Dicen que es bueno reflexionar con la llegada del nuevo año.
Pero creo que conviene hacerlo tras un lapso de tiempo prudencial, despegándose un poco de la vorágine social y la comilona del 31.
Suele ser una noche memorable, la de fin de año. El vitel toné, la mesa larga, el calor, la televisión de fondo…
Cuando llegan las doce, ahora que nos han privado de la pirotecnia, lo único que queda para coronar la velada es descorchar el champán. Cosa que bien mirada hace un efecto similar a la dinamita, si la sumamos al vino, la cerveza, la sidra y todo lo que estuvimos tomando para tapar el ruido de los sobrinos, los ronquidos del tío que colapsó antes de tiempo, o el bodrio de las anécdotas de siempre, esas que se repiten año tras año en boca de los mayores.
(No dejamos de observar, pasmados, que estamos cada vez más parecidos a ellos. Luego sospechamos que la edad de los comensales es directamente proporcional a su permanencia en la mesa y para entonces la alarma roza el pánico).
Mi tío, extrañamente lúcido, me guiña un ojo y sonríe. Parece al tanto de mis cavilaciones. Le falta un diente.
Mi madre es proclive a la superchería. Cuanto rito prometa buenos augurios, ella lo incorpora. Así, con la medianoche, además de las copas flauta aparecen unos misteriosos puñados de uvas pasas. 12 uvas pasas, para ser exactos. Cada una representando un deseo.
La ingesta, claro está, se hace con premura, que nos corre el reloj y el año se nos acaba. Con tal prisa, a decir verdad, que no sabemos muy bien si prometimos cosas coherentes, si repetimos consignas, si son nuestros los deseos. Es que doce es mucho, y más con tanto alcohol en sangre. Lo bueno es que en ese estado, que tiende a ser lamentable, uno está en tren de prometerse cualquier cosa, y da lo mismo si el cuarto deseo se parece demasiado al décimo, que de por sí era similar al segundo, tras el tamiz del primero.
Y hablando de deseos, en el año 98 estuve en la famosa Fontana di Trevi tirando la clásica moneda por sobre el hombro. No recuerdo qué pedí. Han pasado más de veinte años, difícil sería que me acordara. Pero quien sabe, capaz la burocracia celestial lleva registro de todo ello.
Ahora bien, si la burocracia humana es lenta, la celestial imagino habrá de ser eterna.
Por eso a no asustarse si el día menos pensado el deseo se nos cumple.
Y pese a lo que cabría suponer, no sé si es tan malo no recordar cuál debía ser el premio.
Capaz era algo humilde, y se cumple en cosas sencillas y banales. Eso le da un tinte distinto a la jornada, y de allí que andamos en puntas de pie, para no espantar a la fortuna. Sonreímos un poco más. Ya no nos irrita el vecino. Los zorzales cantando a las 4 de la matina son bienvenidos. Los bocinazos, el tipo que se cuela en la fila, el billete falso, todo nos resbala.
Ese debería ser el deseo.
Pero capaz la rueda de la fortuna tiene un ciclo incluso más amplio, y recién ahora comienzan a cumplirse los deseos de la infancia.
Un chocolate Jack, los kalkitos.
Dios mío, estoy todavía en la mesa, contando las mismas anécdotas del año pasado, y del anterior, y el anterior. Solo la incontinencia logrará levantarme.
¿Cuántas pasas van? ¿Diez, once?