Cada cierto tiempo compruebo que mi modo de obrar alterna entre dos tipos de cuadros, incluso dos maneras de verlos: con detalle o sin él. Digamos que el trabajo oscila entre una labor más minuciosa y una más sintética, donde la pincelada no parece preocupada por capturar los matices diminutos y se contenta con grandes brochazos, corrimientos y distorsiones.
A veces me pregunto por qué, a veces no. Pero es una constante. Mis últimos trabajos, por ejemplo, están realizados en una sana alternancias de esas miras. Igual creo que para la terminación más violenta tengo que estar muy concentrado -o perturbado, quién sabe. Y lo digo así porque de verdad creo que el cuadro es como un espejo de nuestros estados de ánimo. Y si bien a fuerza de repeticiones cualquier gesto se torna automático, una estrategia más que una expresión, lo cierto es que por lo bajo, inconsciente, nuestras pulsiones van mandando el código morse de sus urgencias.
La terminación detallista solo necesita paciencia, me digo, es un camino seguro. Entonces no sé si lo transito porque quiero evitar los pantanos y arenas movedizas de la creatividad, o es el descanso obligado tras esas pruebas más inciertas del borrón y la mancha. No lo sé.
A veces me da por creer que en el detalle descansa el secreto del trabajo, ese acercarse a la obra para descubrir nuevos significados. En otras , sin embargo, me digo que es el panorama total lo que importa.
Supongo que en el fondo es una confrontación entre lo racional y lo lírico. Alternar entre esas dos posturas. Así me juro que la construcción de la obra debe realizarse desde el primer ángulo, pero luego la realidad me demuestra que si uno se deja llevar por las pulsiones el trabajo sale igual de realizado.
Otra manera de decirlo es que los ingredientes que componen el trabajo, aunque los racionalicemos, terminan siempre obedeciendo a mandatos soterrados.
Lo que producen en el espectador los borrones, las manchas, el temblor de la línea, son variables tan nítidas aunque menos medibles que las reglas de ortografía, por eso es casi seguro que su buena utilización producirá buenos trabajos.
Hay que convencerse de que el uso de esos recursos es bienvenido, porque no son maneras efectistas de asegurar resultados, no: son los caminos de la expresión. Y la expresión es lo que prima.
Claro que muchas veces lo único que expresamos son nuestras limitaciones.
Y hablando de ellas, compruebo que las tibias certezas que parezco alcanzar poniendo en palabras la búsqueda plástica, debería usarlas también para construir el tinglado verbal de estos mismos textos. Y de otros también.
Yo siempre quise escribir una novela. Ya voy por el tercer intento.
La primera vez trataba de ser pintoresca, tradicionalista, con algo de Bioy y mucho de torpeza. La segunda tenía mayores atisbos de lucidez, pero era demasiado pretenciosa y quedó atorada ya no sé en qué capítulo.
La tercera siempre la estoy empezando. Mañana hablaré del quinto, del sexto borrador.
Entiendo que jamás habré de terminarla porque es el comienzo de cualquier historia lo que me cautiva. Y me gustan los comienzos porque uno puede percibir allí el aroma del estilo o dejarse llevar por lo que parezca prometer la trama. Luego llega el torpor usual y no queda más que aburrirse.
Pero lo que me atrapa es el cuadro inicial, porque allí estan las pautas, las cartas sobre la mesa. Sólo resta figurarse a dónde puede conducir el juego.
Cuando era chico, en mis primeras lecturas, le pedía por favor al libro que fuera al grano, que no se demorara en digresiones. Quería acción, la quería ya mismo. Que el muerto estuviera en el primer capítulo. Claro, rara vez es así. Andando el tiempo uno se va resignando a encontrar las cosas mucho más adelante, al adentrarnos en la historia.
Ahora bien, a la hora de pintar se ve que no soy tan paciente, y a mis historias no les hago rodeos ni distracciones, las someto inmediatamente a lo que me importa, que es la figura. Lo demás me parece tan anecdótico que pierde sentido, que pierde sentido hacerlo. Encuentro la figura tan llena, tan profunda, que no tiene fondo.
Me animo a decir que hay cierta afinidad entre mi visión de pintor y mis predilecciones de lector. Porque un cuadro no puede ser más que esa pauta inicial, la presentacion de los personajes, el color de la atmósfera. El desenvolverse queda para las disciplinas artísticas que trabajan en el tiempo, que se dejan atravesar por él. Para la pintura, en cambio, sólo es posible el panorama inicial, la escena congelada para siempre.
Eso obliga a cierta parquedad, capacidad de resumen, elegir las mejores escenas y resolverlas en una sola, valerse de los detalles de los que hablaba al principio, o de los brochazos.
Porque hay una única oportunidad para hacer las cosas bien, podríamos decir.
Como en la vida.