En este tiempo de pragmatismo y soluciones al artista a menudo se le pide y se le exige que dé cuenta por escrito de sus búsquedas.
Para mí ese mandato es un engorro pero aun así trato de cumplirlo, vaya si trato. Me afano en parrafadas que no conducen a nada, le saco punta al lápiz, dejo el tablero al rojo vivo, pero todo es en vano. No sé muy bien a dónde apuntar. Le canto a la luna, a los pinceles, a la trementina.
Pero parece que no va por ahí el asunto.
Lo cierto es que muy pronto comprendemos que resulta más fácil hablar de cualquier cosa antes que de la propia obra. Y esto es así porque lo que buscamos con colores no lo habremos jamás de encontrar con palabras. Hay allí un abismo infranqueable. Y si no me creen, basta pensar en el caso opuesto y responder a un cuestionario con un bonito paisaje o un regio bodegón.
(No faltará quien señale que ese cuestionario dibujado podría parecerse mucho a los exámenes psicológicos de ciertos empleos. Eso vendría a demostrar aquello de que el artista se mueve siempre a la inversa, y que frente al mismo problema se le exige lo opuesto -en este caso la parte racional- como requisito indispensable para la obtención, ya no de un trabajo, pero sí de una beca, una residencia, o un premio. A tal punto se ha tornado indispensable esto, que hoy se puede incluso prescindir de la obra y sólo tener escritos para abrirse paso en el mundo de la plástica).
En la sociedad burocrática es natural que al artista se le reclame un perfil que lo camufle con los otros estamentos. Que vista atuendo de oficinista, que parezca un tipo normal. También es cierto que hay mucho tipo normal disfrazado de artista, porque tiene algo romántico el disfraz, algo simpático y comprador, rosado y candoroso, como un resabio de eras más pintorescas, donde había organilleros en las calles.
(Tal vez podría trazarse un arco que dé cuenta de la transformación de la indumentaria en los pintores del siglo XX (para qué remontarse más atrás). Y así tendríamos a los adustos señores de saco y corbata al estilo de Magritte o Saura, para llegar a los más cancheros ejemplares del overol y los lamparones, como Valdés o De Kooning.
Claro, salta a la vista que el peculiar atuendo del pintor viene dictado por la índole de cada trabajo.
Yo diré que eso pasa con los honestos… Y que hoy por hoy, con el afán de pose, se ha terminado por tomar al lamparón como el disfraz excluyente, sin importar si se realiza un trabajo de escritorio y filigrana.
Esto viene a demostrar que en el mercado importa más la facha que el contenido: nadie se ve a dar cuenta que fulano no pinta sus cuadros, lo importante es que todos lo vean sucio).
Hoy nos arrinconan con preguntas, quieren tener en papel el desglose de nuestras intenciones, y para salir airosos nos inventamos a un señor muy solemne, todo un caballero que sabe muy bien lo que hace y lo que busca, faltaba más. El resultado es un muñeco tipo Chirolita que simula hablar y moverse. Sacude las piernas, bate los brazos.
Pero ocurre que ponerle un discurso a la obra es congelarla para siempre. Y si algo nos gusta de este nuestro rubro es que la pintura tiene la sana virtud de escaparse por los márgenes, burlando cuanta definición pretendamos estamparle.
El cuadro mismo es muestra de ello, y por eso es normal escribirlo y reescribirlo, un palimpsesto de intenciones, con resultados varios.
Y aunque a esta altura uno ya sospecha por dónde discurre el discurso correcto, o mejor dicho, dónde la sana teoría hace pie y brinda una mano, lo malo es que el trabajo se nos empeña en opinar distinto, corriendo presuroso hacia aguas que nada tienen que ver con esa profundidad augurada en el papel.
Porque en esos hipotéticos papeles, por supuesto, el trabajo hace mayor uso de los borrones y los tachados, ya que el retrato se aprovecha de lo aprendido en la literatura, que descubrió que los perfiles minuciosos de los personajes de las grandes novelas del siglo XIX poco ayudaban al lector, y hasta en el fondo lo estorbaban.
Esos mismos papeles nos dicen después que es bien sabido que cada material carga con sus peculiares connotaciones. Y así el terciopelo de la carbonilla y la geografía de los empastados nos conmueven en otro plano, plano que puede hacer caso omiso del relato general de la obra, reclamando para sí el protagonismo y la poesía.
Si juntáramos entonces esas observaciones, tendríamos como resultado una obra de facciones desdibujadas donde la materialidad de los recortes y lo gestual de la pincelada se llevan lo mejor del discurso.
Pero esos escritos no están hechos.
Y tampoco habré de hacerlos.
Me tienen harto con el mandato.