No sé si lo habrán intentado, pero es difícil aflojar un tornillo con una cuchara. La labor suele oscilar entre lo endiablado y lo imposible.
Con un destornillador, en cambio, es otro cantar.
La herramienta adecuada nos hace la vida más fácil, para qué mentir.
Aquí en el taller siempre surge alguna obra que requiere la compra de una herramienta. Y la mayoría no se consigue en artísticas.
Quien suscribe es asiduo concurrente de esos locales llamados ferreterías, que son para mí, lo he dicho, lo que más se parece a una juguetería. Allí el artista se presenta muchas veces con problemas de difícil solución, porque una cosa es buscar una herramienta determinada y otra muy distinta es no saber si esta existe. Entramos así en una descripción del problema que puede ser tediosa o fascinante, dependiendo de la buena voluntad del ferretero, la cantidad de clientes, la paciencia de todos. Cuando el asunto termina bien, me voy sonriente, silbando bajito, con un nuevo implemento.
Alguna vez dije que los materiales que nos miran en las artísticas vienen a encarnar nuestras aspiraciones y fantasías: “con ese pincel carísimo solo pueden salir maravillas” y cosas así. En la ferretería el asunto es similar, pero con mucho menos vuelo. La dinámica de ese tipo de herramientas es más simple, y su ejecución elemental. Explicar el funcionamiento de un martillo no requiere mayor despliegue: al empuñarlo por primera vez ya adivinamos hacia donde van las cosas, aunque tiemblen la salud y las uñas de más de un dedo.
Con un pincel en cambio, con una carbonilla, son demasiadas las cosas que pueden fallar.
Yo tuve la suerte de haber descubierto temprano -o haberlo intuido-, que intervenir en la materia desde un lugar distinto al usual de las líneas y los colores me brindaba una certeza, una satisfacción plena, la de haber llenado cierto vacío crucial en esta relación que cada uno entabla con su obra.
Andando el tiempo, una y otra vez, he corroborado que disfruto más y mejor la parte de ensamble, encolado y tornillos que tienen los trabajos.
Nos habían enseñado que la pasión debía recorrer los caminos santificados de la pincelada y el dibujo pero resulta que no. Ponemos un tornillo, usamos la caladora y somos felices, miren ustedes, nos sentimos plenos.
Es rara la cuota indispensable que uno debe colmar con la realización de cada trabajo. Ese punto intangible, impreciso, que nos deja satisfechos.
Algunas veces para lograrlo hay que detenerse en el arabesco de una mano, en la captura fiel de una mirada. Mayormente, sin embargo, nos basta con recortar un perfil o con ponerle rueditas a lo creado.
Años atrás el punto de satisfacción lo alcanzaba con cierto regodeo en el detalle. Puede que siga ocurriendo así, o que eso que llamo “detalle” se haya ampliado, para abarcar también texturas de la carbonilla, paletas de colores, etc.
En fin, tal es mi caso; para otros esa meta será distinta, acaso igual de rotunda, pero precisando otros parámetros para señalar la saciedad.
Sospecho que para muchos es la mugre el indicador: Si quedaron sucios como un minero entonces el asunto anduvo bien, ya pueden volver a casa satisfechos, aunque la gente los evite y les ceda el ascensor.
¿Pero cuánto hay que ensuciarse para sentirse bien? El artista, tan pragmático como ladino, puede hacer trampa y ensuciarse de entrada, así que atenti: si vemos que las manchas en el pantalón forman un dibujo demasiado homogéneo, hay que sospechar. Y si el overol presenta lamparones excepto en el logo de la marca, sospeche más aún. ¡No se deje embaucar!
Ahora seguimos en las redes a un fulano que con unos pinceles igualitos a los míos hace un prodigio de color y diseño. Yo me miro las manos, miro los pinceles, dudo un segundo y agarro el destornillador. Sé que no habrá de decepcionarme. Las herramientas de ferretería tienen satisfacción garantizada.
Y en buena medida creo que la certeza y tranquilidad que acompaña su uso es el contrapunto necesario, el antídoto indispensable para contrarrestar el azar usual de los pinceles. En un apartado previo ya hablé de ello, refiriéndome en aquella ocasión a las tareas periféricas que nos sosiegan, que nos brindan un momento de paz entre tanto naufragio.
En este caso que ahora nos ocupa, intuyo que buena parte del disfrute que siento al incorporar esos implementos, al trabajar en la obra con tornillos y rueditas, se debe a que me brindo así un oasis, un remanso de certidumbres.
Pero no crean que todo es color de rosas.
Cuando estoy magnánimo, expansivo, atrevido, hecho un loco, me obligo a pintar con un pincel más grande de lo recomendable. Un acto kamikaze, lo sé. Pero qué hacer, soy un valiente.
Como si tuviera algo de malo la terminación perfecta y tersa que me destaca(!), la torpeza de un pincel demasiado grande nos obliga a lo gestual y a la síntesis. O eso me digo. Tal vez para el espectador el resultado es otro… -“¡Pero qué feo le quedó esto!”- y no vea la osadía implícita, el acto de arrojo que es usar un pincel dos veces más grande.
Pero nadie es profeta en su tierra…
Seguiré aflojando tornillos con la cuchara.