Siempre me gustó el título del texto de César Bruto que abre “Rayuela”. Incluso pensé en escribir una serie de artículos con un guiño, una línea similar, algo así como “Lo que me gustaría hacer si no fuera lo que soy”, textos donde hablaría de trabajos ajenos -de amigos y maestros-, ponderando virtudes y aciertos (el “Retrato de Adele Bloch-Bauer”, “Miniatura Persa”, “Estandarte”, etc.).
Esas reseñas nunca las escribí, pero el aire de pesimismo y desahucio que emana aquel título lo recuerdo a menudo, porque va muy a tono con mi usual estado de ánimo, aquí en el taller, cuando contemplo la obra de turno.
En realidad “El cuadro que no está saliendo” sería un encabezado más certero y franco para estas líneas. Se sabe que lo que mueve a la pluma es la frustración. Cuando las cosas salen bien no hay tiempo para escribir porque ante el menor acierto ya estamos repartiendo habanos, descorchando espumantes y clamando victoria a los cuatro vientos.
Pero tal fanfarria no ocurre a menudo -para tranquilidad de los vecinos-, y aunque la obra se inicie, sí, con los mejores y más altos augurios, el estrépito de la decepción no tarda en acontecer.
Lo que sigue es el derrotero usual: una caravana de correcciones desesperadas, que el trabajo elude impasible. Llega un punto donde no sabemos qué hacer. Para peor, ya vienen los alumnos y hay que esconder el fracaso: darlo vuelta, taparlo con algo. Pero es en vano. Al estilo de Poe, sentimos que el cuadro sigue latiendo, señalando el error. El alumno, perspicaz, sospecha. Y nuestra máscara tan laboriosamente urdida, de artista serio y virtuoso, se hace añicos.
Tal vez habría que dejar el artículo a la vista y cuando alguien se acerca comentar pronto el error, con desinterés, como para que no crean que nos avergüenza (mientras por dentro somos El grito de Munch).
Ese tipo de trabajo es el elefante en la habitación, como gustan decir en norteamérica, una cosa evidente e incómoda que no hay silencio que logre acallar: se le asoma la trompa bajo el camuflaje, las orejas, las patas.
Ahora entiendo por qué algunos artistas tienen una sala para los alumnos y otra para sus propios trabajos. Es la única manera de salvaguardar la autoestima.
Con las redes sociales ocurre algo semejante. La muy loable costumbre de presentar al estimable el entramado de nuestros tropiezos corre el riesgo de poner en evidencia la fragilidad y escasez de los recursos que disponemos. Resulta que no somos muy versátiles, que tenemos, con suerte, algún as en la manga, pero es un naipe tan ajado y lustroso que da pena.
Lo único que crece, solapado, es el terror de comenzar una obra y tener que dejarla a medio camino porque se nos perdió el hilo, algo salió mal.
Magos berretas, no podemos anunciar nada porque el truco nunca nos sale. Aparece un conejo donde debería haber pañuelos, cosas así.
Cuando el chispazo de la idea finalmente sobreviene, decidimos hacer algo al estilo de los programas de cocina, que siempre tienen una segunda torta en la heladera.
Y es la pólvora.
Por eso con la obra ya enmarcada vamos recién ahora publicando sus primeras instancias, haciendo de cuenta que no sabemos a dónde conducirá, fingiendo que nos apabulla tanto azar.
Sí, el artista es muy zorro.
En las redes se estila además otra treta, que bien mirada tampoco es nueva, que permite un último bastión para la defensa de nuestro orgullo.
Esa artimaña es crearse un alias, un pseudónimo, una identidad falsa, un testaferro artístico. Y que reciba él los cachetazos, los huevazos, la silbatina.
Sí, es un buen ardid.
Y podría implementarlo.
Si no fuera lo que soy.