Me gusta trabajar con imágenes de gente que conozco. Me da cierta tranquilidad y certeza.
Certeza de estar capturando una expresión concreta.
Tranquilidad de ir sobre seguro.
Y para estar seguros de tal o cual expresión, lo mejor es conocer a quien la ostenta, estar habituados a su abanico de gestos y poder distinguir, de ser necesario, entre un arqueo de cejas que exprese ironía y uno que manifieste descreimiento.
Esa sutileza y discriminación enfatiza la lectura, reforzando la empatía del reconocimiento, la intuición de encontrarnos ante una presencia específica, una individualidad.
Cualquier expresión, sin embargo, carga con el fantasma de su propia mueca. Y la mueca tiene el poder, cuando se presenta, de destruir la ilusión, la magia del cuadro, confrontándonos con su mera factura y superficie.
La mueca anula cualquier comunión entre la obra y el espectador. Nos duele en el alma la mueca, hay que evitarla como sea.
Ahora bien, andando el tiempo, esta operación -la captura fiel de un semblante-, que en primera instancia parece razonable y pertinente, corre el riesgo de teñir toda el área de trabajo hasta tornarse en una elección estilística global, no sólo la manifestación de cierto puntillismo en el retrato.
Permítanme explicarlo…
Creo poder trazar un paralelo entre la correcta captura de expresiones faciales (y ademanes y lenguaje corporal) y cierta tendencia a rechazar cualquier ornamento que parezca obedecer a la fantasía y al capricho. Como si el arabesco, el regodeo en una línea o en una mancha por sí mismas, sin importar fidelidad a referencias, implicaran un alejamiento de la factura correcta, el equivalente de acercarse a la mueca que antes mencionaba.
La búsqueda de lo anatómicamente correcto puede derivar, insidiosa, en un canon general de lo expresivo, teniendo como único norte aquello que acontece en el plano de lo real, eliminando todo lo que sucede en lo plástico.
De modo que aquello que en primera instancia adoptamos como un paso conveniente para un sector parcial (aunque importante) de la obra, corre el riesgo de imponerse como lente y filtro de lo demás, empobreciendo el resultado.
En última instancia, es como si hubiera una relación inversa entre lo pertinente para un rostro y lo necesario para el resto de la composición. Lo visible y lo invisible.
Esto es algo que gobierna mi mano al trabajar y mi ojo al contemplar obras ajenas.
Confieso que en desiguales proporciones y con variopinto resultado. El trabajo ajeno, a mi modo de ver, es el reino de los aciertos y los hallazgos, el ámbito de las soluciones atronadoras y admirables. Mis trabajos, en el otro extremo… bueno, para qué deprimirse.
Esto, claro está, produce una suerte de cortocircuito, de llamada constante a la reflexión, a putear por lo bajo y dar zapatazos de impotencia.
Así es que al trabajo usual donde la captura de un semblante parece ocupar todo el horizonte debo añadir esta complicación, esta vuelta de tuerca, y soltar la mano y recordarme que cualquier invocación a lo meramente expresivo es bienvenido. Porque así como parte sustancial de lo que decimos acontece desde el llamado lenguaje no verbal, en la obra sucede otro tanto, solo que esa batería de gestos paralelos se camuflan tras un repertorio de soluciones plásticas que nada tienen que ver con la referencia y sí con el plano de las líneas y los colores.
Pero claro, habituados como estamos a trabajar desde lo manifiesto, se torna arduo bucear en lo invisible y traer al ruedo aquello que sólo la sensibilidad reconoce como válido, que no figura en otro libro que el de la intuición y por ende no hay manera de corroborar de antemano.
Nada que hacer, hay que tirarse a la pileta y manchar y equivocarse.
Ahora repetiremos aquello tan manido de que toda obra es autobiográfica. Y aunque creemos ver nuestro rostro en el espejo de las facciones ajenas, aparece de verdad en el otro plano, el de las soluciones plásticas.
Y así entramos al último círculo de este infierno…
Lo malo no es reconocernos en el campo de las manchas y borrones y brochazos. Lo terrible es que en general no nos gusta lo que vemos.
Ese reconocimiento suele ser problemático.
Las manchas que nos son propias conforman un nuevo retrato, y lo increíble, lo admirable incluso, es que intuitivamente creemos tener una imagen previa de cómo deberían lucir esas manchitas que son tan nuestras y que sin embargo al hacerlas no nos gustan para nada.
Como la primera vez que escuchamos nuestra voz en alguna grabación, a esto también lleva un tiempo habituarse.
Claro que a esta altura, a esta edad, uno ya debería tener el asunto resuelto.
Después de los 40 uno tiene la cara que se merece, tengo entendido.
Tal vez por eso es mejor no hacer autorretratos.