“Usted dibuja bien pero mira mal”, decía el profesor.
Nosotros formábamos un círculo con los caballetes, orientados hacia el bodegón en el centro de la sala. Todo era nuevo: los compañeros, la escuela, el mundo. El desafío del dibujo intimidaba, la carbonilla era indomable, nadie se conocía, y eso se palpaba en el siseo sobre la hoja, la goma frenética, las miradas encontradas y huidizas.
El profesor paseaba lento, monologaba, su atención parecía vagar al azar, hasta que se detenía frente a algún trabajo y largaba la frase. “Usted dibuja bien pero…”. Había allí algo de guiño, desde luego. Y bastante eufemismo. Le servía para abrir la puerta a la crítica y señalar errores y vicios sin herir susceptibilidades, como en un juego. La usaba como una muletilla, la frase, probablemente sin darse cuenta. Era un hombre mayor, vaya uno a saber cuántas camadas de alumnos había recibido. Nosotros éramos intercambiables; los nombres se olvidan, las frases no.
A mí por suerte nunca tuvo que decírmela. Hubiera sido irónico, porque yo estrenaba anteojos. Astigmatismo, me habían dicho a principio de año; úselos todo lo que pueda. Y yo los vestía como un escudo, algo que interponer al mundo. Una distancia, un reparo mínimo. Yo necesitaba ese amparo.
El encuentro semanal frente al fogón de la naturaleza muerta servía de rito iniciático y poco a poco las miradas dejaban de ser esquivas, cada cual tenía nombre, era corriente pedirle algo al vecino y demorarse en una charla. Llevábamos música. Aprendíamos del otro.
Habíamos comenzado el año dibujando bodegones muy sencillos, apenas unos cacharros, y con el correr de los meses se había ido enriqueciendo el planteo, hasta llegar, para cerrar el ciclo, al modelo vivo. Igual para mí los trabajos más interesantes fueron los previos, con botellas que se multiplicaban, incluso alguna tela exangüe que complicaba el ejercicio. Descubrí un especial regodeo en capturar ese juego de brillos y matices. Y el profesor no dejó de observarlo. “Vaya y mire lo de Lepez, recomendaba, fíjese cómo hermosea la superficie”. Yo me esponjaba de orgullo, no pasaba por la puerta.
Para mayor obsesión (¿o pavoneo?) comencé a utilizar carbonillas sintéticas, que exacerban los negros. Un recurso efectista.
Cuestión que dos compañeras llegaron a pedirme clases particulares. ¡A mí!
Era como para acomodarse los anteojos y pensar en Clark Kent.
Al año siguiente al nuevo profesor le hicieron gracia mis carbonillas. Las desestimó de un plumazo. Lo odié serenamente.
Este hombre no se paseaba, no monologaba, y de tranquilo no tenía nada. Su único minuto de paz era cuando leía el diario en un rincón. Ahí se podía trabajar. Ya después se erguía brusco, elegía un trabajo en particular y lo demolía a fuerza de observaciones y retoques. Era muy enfático para hablar, tajante, implacable. Pero siempre acertado.
“Usted tiene un dibujo pre renacentista”, solía decir. Era su pie, su eufemismo.
De mí esperaba mayores cosas y yo fingía no entenderlo. Quería más soltura, me decía.
Lo único que me festejó, alguna vez, fue la música. La sinfonía París, de Mozart. Si lo recuerdo es porque con él los elogios eran tan escasos que ese tuvo gusto a victoria.
Tal vez el aprendizaje pasaba por ahí, por los vaivenes de la aprobación, aunque desde el atalaya de los años me animo a ponerlo en duda.
En ese tren, me digo, uno enmienda errores de acuerdo a lo que supone que el otro aprueba, y no en base a propias observaciones. Hay que señalar el error, desde luego, pero ese error señalado tiene que parecer un descubrimiento mutuo y no un escándalo que hay que tapar antes que el otro lo vea.
Puede ser, pero las carbonillas sintéticas dejé de usarlas.