Parece que debemos agradecer al señor Winsor (o al señor Newton) el poder contar con los colores correctamente embutidos en su reluciente funda de metal.
La innovación en realidad es de un tal Rand, pero al cabo de un año, allá por 1841, vendió su patente y fueron los antes citados quienes mejor y más pronto explotaron el producto que vino a cambiar drásticamente el panorama de la plástica.
Desde entonces las cosas no han cambiado mucho, sospecho. Los problemas son los mismos. He aquí dos:
A) Queremos abrir el pomo y la tapa está pegada. Bah, pegada es poco: está fundida al metal, prendida con alma y vida. Y no hay fuerza humana capaz de extraer esta espada en la piedra, verdadera Excalibur que resiste todas nuestras argucias y tretas y nos mira triunfal mientras jadeamos exhaustos, las manos llagadas de tanto forcejeo, tatuada en las palmas la trama del contorno plástico del engendro.
Nos serenamos, tratamos de usar la lógica, el poder de la razón. Primates superiores como somos, arribamos triunfales a la herramienta esencial: la tenaza. Ponemos entonces la cabeza del pomo entre las bisagras de la puerta, la cerramos poco a poco hasta lograr el agarre necesario y luego con delicadeza, pero firmes, giramos en sentido antihorario. Nos quedamos con algo que remeda una columna salomónica. Y desde ya que el plástico de la tapa, diabólico, se nos quiebra a medida que lo forzamos, se pulveriza. Pero aflojar, no afloja.
El mono piensa y decide usar el fuego. Nos quemamos los dedos tratando de calentar el pomito. Se nos chamusca la tapa, la bendita tapa. Se derrite un poco. ¡Sucumbe! ¡Cede!
Lástima grande que el triunfo se vea relegado por cosas mas urgentes como correr a la farmacia a comprar gasa, platsul, caladril, cualquier cosa que calme este dolor.
Cuando volvemos, aunque estorbados por el vendaje, apretamos el dichoso pomo y… B) en lugar de color lo que sale es aceite, un montón de aceite. Tanto que parece un chasco, no es posible que de tan pequeño envase brote tanto líquido. Yo no sé a qué se debe, si es que hay una razón lógica que se pueda aventurar -y por ende permita en el futuro evitar el trance-, o todo es obra del azar, otra voltereta de este universo fortuito y caótico que nos empeñamos en creer ordenado y se nos ríe en la cara.
Uno no puede estar jamás seguro de cuándo le tocará este premio, el del pomo piñata que parece contener solo líquido y ningún color. Será cuestión de determinados pigmentos, digo yo. O tal vez sea una crueldad de la misma casa matriz, donde un perverso Willy Wonka se divierte anticipando y paladeando la negra desazón que despierta en nosotros el fiasco.
Lo malo es que pasa el tiempo y nos sigue tomando por sorpresa. Incluso cuando el pomo lo tenemos comenzado hace rato, es volver a usarlo y reanudar el ciclo de asombro y disgusto -incrementado, en cada ocasión, por nuestra insistencia en olvidarlo. Porque el asunto no parece agotarse en los primeros escarceos, no. Yo tengo pomos -reconozco que poco usados-, que una y otra vez me sumergen en la ignominia, al esperar color y recibir aceite. Aceite que, ahora sí por inflexibles leyes de la física, una vez en la paleta corre presuroso a mezclarse entre los colores restantes, los colores previos e inmediatos, agigantando el accidente, el desconcierto, el descalabro. Un verdadero efecto dominó. Ahí es donde maldigo la hora en que incorporé el color a la nómina, y me juro recordar la marca, el pigmento, la artística misma donde lo adquirí -cuando no al vendedor-, para no incurrir en nuevos disgustos, por el amor de Dios. Pero sé que será en vano, porque el pomo volverá al cajón, se mezclará con los otros colores e inmediatamente quedará camuflado, esperando insidioso nuestro próximo encuentro, donde mi naturaleza candorosa me expondrá de nuevo a este rito que comienza con un acto banal y termina en los resoplidos del disgusto.
Cosas, en fin, que nos quitan, nos ponen lejos el trance tan ansiado, ese que buscamos una y otra vez: el ensimismamiento, el rapto que debe ser la sesión de pintura.
Muchos textos atrás hablé de algo semejante, el desconcierto que sentimos cuando se nos rompe la carbonilla o el grato hallazgo de esos mandalas que entramos a ver en la paleta. A esas intromisiones externas les otorgaba una lectura optimista. Hoy diría que les forzaba una lectura optimista. A esto en cambio ya no. ¿Serán justamente los años, que nos avinagran?
Supongo que no, porque a poco de indagar en el disgusto uno descubre que parte del malestar, buena parte de él, se debe a sentirse uno estafado: hemos comprado de buena fe un producto que resultó defectuoso. Para cuando nos dimos cuenta, ya la artística estaba en otro barrio, en otro mes, en otro planeta.
Los casos de la carbonilla y la paleta son los verdaderos gajes del oficio y está bien destacarles su lado bueno. Habla bien de nosotros.
Esto, en cambio, habla mal de Winsor, de Newton y del universo también.