De los pretextos

No mucho tiempo atrás la languidez de una mano exangüe me bastaba como estimulante punto de partida para pintar. No necesitaba mayor excusa. Una mano yacente, como olvidada y desnuda.
Para llegar a ella debía uno ordenar prioridades, orquestar torsiones que justificaran aquella laxitud final, la de la mano protagónica al término de un brazo acodado y plácido, especie de idea que venía bajando y gestándose desde el torso reclinado. La mano como cereza final de una figura indolente.
Si bien era importante que la postura permitiera un regodeo ante su propia cadencia -porque capturarla era poner en práctica pinceladas, paletas de colores, collages, o cualquier otra solución plástica-, lo innegable era la avidez por plasmar un peculiar abandono, cierto arrellanarse que delatara una visión del mundo, contemplativa y melancólica. La mano perezosa como una postura del ser: el resumen de una idiosincracia.

(Claro que para que esa mano fuera posible tuvo que haber triclinios, Ingres, mucha madame Recamier, Vivant Denon y zapatitos rococó… Y nos gustaba creer que todo eso yacía desplegado como un abanico troquelado entre los cueros y capitonés de la poltrona o el chesterfield).

Esa mano que pudo ser la que menciona Umbral -la de matar, el arma perfecta que nos dejó la evolución-, se tornaba ahora en una estilizada extensión aristocrática, una articulada frase de Wilde, un gorjeo, un alegato sobre la ociosidad, Veblen mediante y con manicura incluida.
Ese era el plan al menos.

Pero como cualquiera habrá sospechado, el cuadro nos esperaba paciente como gato maula, tejiendo sorpresas para nosotros, chascos que involucraban parejas dosis de angustia y adrenalina. Y pese a nuestro calmo empeño, la tela nos devolvía a dentelladas una versión donde la tersura imaginada se trocaba en muy reales costras y remiendos. El trabajo devenía en lidia, se transformaba en lucha, doma y folklore del sillón y su figura.
Aparecían borrones, brochazos, salpicaduras.
La prometida meta debía abandonarse, y era mejor pensar en siluetas vagas y colores tierra.

Más que sillones, esto era un juego de la silla, y al son de los pinceles nos íbamos arrebatando en gestos plenos de contradicciones.

(Resulta que un perverso Loki nos gobierna, y aunque creamos muy ingenuos comandar las cosas, el abracadabra del cuadro libera fuerzas que quieren dejar su impronta. Adiós al orden, adiós al canon).

Hoy por hoy, cuando me acomete la acuciante urgencia de pintar sillones, me juro y me convenzo de que la mano alcanza como pose y como idea, pero temo que tras esa mano delicada se asome la garra, la zarpa, el arma que no quiere pinceles, sino martillos y destornilladores.

(Domingo 24 de abril de 2022, de mañana).

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De los textos suplementarios

En este tiempo de pragmatismo y soluciones al artista a menudo se le pide y se le exige que dé cuenta por escrito de sus búsquedas.
Para mí ese mandato es un engorro pero aun así trato de cumplirlo, vaya si trato. Me afano en parrafadas que no conducen a nada, le saco punta al lápiz, dejo el tablero al rojo vivo, pero todo es en vano. No sé muy bien a dónde apuntar. Le canto a la luna, a los pinceles, a la trementina.
Pero parece que no va por ahí el asunto.
Lo cierto es que muy pronto comprendemos que resulta más fácil hablar de cualquier cosa antes que de la propia obra. Y esto es así porque lo que buscamos con colores no lo habremos jamás de encontrar con palabras. Hay allí un abismo infranqueable. Y si no me creen, basta pensar en el caso opuesto y responder a un cuestionario con un bonito paisaje o un regio bodegón.

(No faltará quien señale que ese cuestionario dibujado podría parecerse mucho a los exámenes psicológicos de ciertos empleos. Eso vendría a demostrar aquello de que el artista se mueve siempre a la inversa, y que frente al mismo problema se le exige lo opuesto -en este caso la parte racional- como requisito indispensable para la obtención, ya no de un trabajo, pero sí de una beca, una residencia, o un premio. A tal punto se ha tornado indispensable esto, que hoy se puede incluso prescindir de la obra y sólo tener escritos para abrirse paso en el mundo de la plástica).

En la sociedad burocrática es natural que al artista se le reclame un perfil que lo camufle con los otros estamentos. Que vista atuendo de oficinista, que parezca un tipo normal. También es cierto que hay mucho tipo normal disfrazado de artista, porque tiene algo romántico el disfraz, algo simpático y comprador, rosado y candoroso, como un resabio de eras más pintorescas, donde había organilleros en las calles.

(Tal vez podría trazarse un arco que dé cuenta de la transformación de la indumentaria en los pintores del siglo XX (para qué remontarse más atrás). Y así tendríamos a los adustos señores de saco y corbata al estilo de Magritte o Saura, para llegar a los más cancheros ejemplares del overol y los lamparones, como Valdés o De Kooning.
Claro, salta a la vista que el peculiar atuendo del pintor viene dictado por la índole de cada trabajo.
Yo diré que eso pasa con los honestos… Y que hoy por hoy, con el afán de pose, se ha terminado por tomar al lamparón como el disfraz excluyente, sin importar si se realiza un trabajo de escritorio y filigrana.
Esto viene a demostrar que en el mercado importa más la facha que el contenido: nadie se ve a dar cuenta que fulano no pinta sus cuadros, lo importante es que todos lo vean sucio).

Hoy nos arrinconan con preguntas, quieren tener en papel el desglose de nuestras intenciones, y para salir airosos nos inventamos a un señor muy solemne, todo un caballero que sabe muy bien lo que hace y lo que busca, faltaba más. El resultado es un muñeco tipo Chirolita que simula hablar y moverse. Sacude las piernas, bate los brazos.

Pero ocurre que ponerle un discurso a la obra es congelarla para siempre. Y si algo nos gusta de este nuestro rubro es que la pintura tiene la sana virtud de escaparse por los márgenes, burlando cuanta definición pretendamos estamparle.
El cuadro mismo es muestra de ello, y por eso es normal escribirlo y reescribirlo, un palimpsesto de intenciones, con resultados varios.

Y aunque a esta altura uno ya sospecha por dónde discurre el discurso correcto, o mejor dicho, dónde la sana teoría hace pie y brinda una mano, lo malo es que el trabajo se nos empeña en opinar distinto, corriendo presuroso hacia aguas que nada tienen que ver con esa profundidad augurada en el papel.
Porque en esos hipotéticos papeles, por supuesto, el trabajo hace mayor uso de los borrones y los tachados, ya que el retrato se aprovecha de lo aprendido en la literatura, que descubrió que los perfiles minuciosos de los personajes de las grandes novelas del siglo XIX poco ayudaban al lector, y hasta en el fondo lo estorbaban.
Esos mismos papeles nos dicen después que es bien sabido que cada material carga con sus peculiares connotaciones. Y así el terciopelo de la carbonilla y la geografía de los empastados nos conmueven en otro plano, plano que puede hacer caso omiso del relato general de la obra, reclamando para sí el protagonismo y la poesía.
Si juntáramos entonces esas observaciones, tendríamos como resultado una obra de facciones desdibujadas donde la materialidad de los recortes y lo gestual de la pincelada se llevan lo mejor del discurso.

Pero esos escritos no están hechos.

Y tampoco habré de hacerlos.

Me tienen harto con el mandato.

Del porqué de las rueditas

No sé si lo habrán intentado, pero es difícil aflojar un tornillo con una cuchara. La labor suele oscilar entre lo endiablado y lo imposible.
Con un destornillador, en cambio, es otro cantar.
La herramienta adecuada nos hace la vida más fácil, para qué mentir.
Aquí en el taller siempre surge alguna obra que requiere la compra de una herramienta. Y la mayoría no se consigue en artísticas.
Quien suscribe es asiduo concurrente de esos locales llamados ferreterías, que son para mí, lo he dicho, lo que más se parece a una juguetería. Allí el artista se presenta muchas veces con problemas de difícil solución, porque una cosa es buscar una herramienta determinada y otra muy distinta es no saber si esta existe. Entramos así en una descripción del problema que puede ser tediosa o fascinante, dependiendo de la buena voluntad del ferretero, la cantidad de clientes, la paciencia de todos. Cuando el asunto termina bien, me voy sonriente, silbando bajito, con un nuevo implemento.
Alguna vez dije que los materiales que nos miran en las artísticas vienen a encarnar nuestras aspiraciones y fantasías: “con ese pincel carísimo solo pueden salir maravillas” y cosas así. En la ferretería el asunto es similar, pero con mucho menos vuelo. La dinámica de ese tipo de herramientas es más simple, y su ejecución elemental. Explicar el funcionamiento de un martillo no requiere mayor despliegue: al empuñarlo por primera vez ya adivinamos hacia donde van las cosas, aunque tiemblen la salud y las uñas de más de un dedo.
Con un pincel en cambio, con una carbonilla, son demasiadas las cosas que pueden fallar.

Yo tuve la suerte de haber descubierto temprano -o haberlo intuido-, que intervenir en la materia desde un lugar distinto al usual de las líneas y los colores me brindaba una certeza, una satisfacción plena, la de haber llenado cierto vacío crucial en esta relación que cada uno entabla con su obra.

Andando el tiempo, una y otra vez, he corroborado que disfruto más y mejor la parte de ensamble, encolado y tornillos que tienen los trabajos.
Nos habían enseñado que la pasión debía recorrer los caminos santificados de la pincelada y el dibujo pero resulta que no. Ponemos un tornillo, usamos la caladora y somos felices, miren ustedes, nos sentimos plenos.

Es rara la cuota indispensable que uno debe colmar con la realización de cada trabajo. Ese punto intangible, impreciso, que nos deja satisfechos.
Algunas veces para lograrlo hay que detenerse en el arabesco de una mano, en la captura fiel de una mirada. Mayormente, sin embargo, nos basta con recortar un perfil o con ponerle rueditas a lo creado.

Años atrás el punto de satisfacción lo alcanzaba con cierto regodeo en el detalle. Puede que siga ocurriendo así, o que eso que llamo “detalle” se haya ampliado, para abarcar también texturas de la carbonilla, paletas de colores, etc.

En fin, tal es mi caso; para otros esa meta será distinta, acaso igual de rotunda, pero precisando otros parámetros para señalar la saciedad.
Sospecho que para muchos es la mugre el indicador: Si quedaron sucios como un minero entonces el asunto anduvo bien, ya pueden volver a casa satisfechos, aunque la gente los evite y les ceda el ascensor.
¿Pero cuánto hay que ensuciarse para sentirse bien? El artista, tan pragmático como ladino, puede hacer trampa y ensuciarse de entrada, así que atenti: si vemos que las manchas en el pantalón forman un dibujo demasiado homogéneo, hay que sospechar. Y si el overol presenta lamparones excepto en el logo de la marca, sospeche más aún. ¡No se deje embaucar!

Ahora seguimos en las redes a un fulano que con unos pinceles igualitos a los míos hace un prodigio de color y diseño. Yo me miro las manos, miro los pinceles, dudo un segundo y agarro el destornillador. Sé que no habrá de decepcionarme. Las herramientas de ferretería tienen satisfacción garantizada.
Y en buena medida creo que la certeza y tranquilidad que acompaña su uso es el contrapunto necesario, el antídoto indispensable para contrarrestar el azar usual de los pinceles. En un apartado previo ya hablé de ello, refiriéndome en aquella ocasión a las tareas periféricas que nos sosiegan, que nos brindan un momento de paz entre tanto naufragio.
En este caso que ahora nos ocupa, intuyo que buena parte del disfrute que siento al incorporar esos implementos, al trabajar en la obra con tornillos y rueditas, se debe a que me brindo así un oasis, un remanso de certidumbres.

Pero no crean que todo es color de rosas.
Cuando estoy magnánimo, expansivo, atrevido, hecho un loco, me obligo a pintar con un pincel más grande de lo recomendable. Un acto kamikaze, lo sé. Pero qué hacer, soy un valiente.
Como si tuviera algo de malo la terminación perfecta y tersa que me destaca(!), la torpeza de un pincel demasiado grande nos obliga a lo gestual y a la síntesis. O eso me digo. Tal vez para el espectador el resultado es otro… -“¡Pero qué feo le quedó esto!”- y no vea la osadía implícita, el acto de arrojo que es usar un pincel dos veces más grande.
Pero nadie es profeta en su tierra…

Seguiré aflojando tornillos con la cuchara.

Del futuro

Siempre me gustó el título del texto de César Bruto que abre “Rayuela”. Incluso pensé en escribir una serie de artículos con un guiño, una línea similar, algo así como “Lo que me gustaría hacer si no fuera lo que soy”, textos donde hablaría de trabajos ajenos -de amigos y maestros-, ponderando virtudes y aciertos (el “Retrato de Adele Bloch-Bauer”, “Miniatura Persa”, “Estandarte”, etc.).
Esas reseñas nunca las escribí, pero el aire de pesimismo y desahucio que emana aquel título lo recuerdo a menudo, porque va muy a tono con mi usual estado de ánimo, aquí en el taller, cuando contemplo la obra de turno.

En realidad “El cuadro que no está saliendo” sería un encabezado más certero y franco para estas líneas. Se sabe que lo que mueve a la pluma es la frustración. Cuando las cosas salen bien no hay tiempo para escribir porque ante el menor acierto ya estamos repartiendo habanos, descorchando espumantes y clamando victoria a los cuatro vientos.
Pero tal fanfarria no ocurre a menudo -para tranquilidad de los vecinos-, y aunque la obra se inicie, sí, con los mejores y más altos augurios, el estrépito de la decepción no tarda en acontecer.
Lo que sigue es el derrotero usual: una caravana de correcciones desesperadas, que el trabajo elude impasible. Llega un punto donde no sabemos qué hacer. Para peor, ya vienen los alumnos y hay que esconder el fracaso: darlo vuelta, taparlo con algo. Pero es en vano. Al estilo de Poe, sentimos que el cuadro sigue latiendo, señalando el error. El alumno, perspicaz, sospecha. Y nuestra máscara tan laboriosamente urdida, de artista serio y virtuoso, se hace añicos.
Tal vez habría que dejar el artículo a la vista y cuando alguien se acerca comentar pronto el error, con desinterés, como para que no crean que nos avergüenza (mientras por dentro somos El grito de Munch).
Ese tipo de trabajo es el elefante en la habitación, como gustan decir en norteamérica, una cosa evidente e incómoda que no hay silencio que logre acallar: se le asoma la trompa bajo el camuflaje, las orejas, las patas.
Ahora entiendo por qué algunos artistas tienen una sala para los alumnos y otra para sus propios trabajos. Es la única manera de salvaguardar la autoestima.

Con las redes sociales ocurre algo semejante. La muy loable costumbre de presentar al estimable el entramado de nuestros tropiezos corre el riesgo de poner en evidencia la fragilidad y escasez de los recursos que disponemos. Resulta que no somos muy versátiles, que tenemos, con suerte, algún as en la manga, pero es un naipe tan ajado y lustroso que da pena.
Lo único que crece, solapado, es el terror de comenzar una obra y tener que dejarla a medio camino porque se nos perdió el hilo, algo salió mal.
Magos berretas, no podemos anunciar nada porque el truco nunca nos sale. Aparece un conejo donde debería haber pañuelos, cosas así.

Cuando el chispazo de la idea finalmente sobreviene, decidimos hacer algo al estilo de los programas de cocina, que siempre tienen una segunda torta en la heladera.
Y es la pólvora.
Por eso con la obra ya enmarcada vamos recién ahora publicando sus primeras instancias, haciendo de cuenta que no sabemos a dónde conducirá, fingiendo que nos apabulla tanto azar.
Sí, el artista es muy zorro.

En las redes se estila además otra treta, que bien mirada tampoco es nueva, que permite un último bastión para la defensa de nuestro orgullo.
Esa artimaña es crearse un alias, un pseudónimo, una identidad falsa, un testaferro artístico. Y que reciba él los cachetazos, los huevazos, la silbatina.

Sí, es un buen ardid.
Y podría implementarlo.
Si no fuera lo que soy.

De las palabras mágicas

Así como para muchas personas la orientación de los muebles la dicta el televisor, para otras tantas un cuadro no está terminado hasta que no tiene la firma.
A mí ese punto me incomoda.
En algún momento del remoto pasado tomé la determinación de usar como firma mis iniciales: una sigla de apenas tres letras y demasiadas líneas rectas. Yo no nací para letrista, y mi pulso me lo demuestra cada vez más fuerte cuando llega la hora de firmar.
Bien mirado, esas tres letras equivalen al “fin” que puede leerse en algunos filmes de antaño: Colorín colorado, este cuadro se ha acabado.
Sí, las palabras pueden tener un innegable retintín mágico.
Por eso hay que usarlas con mucho tacto.
A mí por ejemplo me basta con decir lo que planeo hacer para no hacerlo, en lo que a cuadros se refiere. Como si el hecho de poner esa idea pictórica en palabras la tornara real y por ende menos atractiva. Porque la única manera válida de traerla de este lado de las cosas es pintándola, no invocándola verbalmente.
Por eso las preguntas que nos hacemos entre nosotros y el cuadro tienen que ser algo sesgadas, quién sabe si retorcidas. Y formularse con la obra ya en curso, nunca antes.

Hay un excelente episodio de “Seinfeld” donde Cosmo Kramer rescata de la basura y el olvido la escenografía de un “talk show” del pasado, un aparatoso tinglado que con gran estrépito monta en el propio living de su casa. Poco después, armado de tarjetas con preguntas y una casera grabación de risas y aplausos, invita a sus amigos a que pasen y sean entrevistados frente a un público fingido, sólo por él imaginado, llevando la realidad de la ficción al cuadrado de su propia representación, introduciendo una trama ya de por sí afiebrada en un mundo paralelo.
Es que “El cuento dentro del cuento” -esquema borgeano-, tiene algo vertiginoso y fascinante. A mí el recurso siempre me gustó, y lo emparento con lo que ocurre en varias escenas del film “All that jazz”, donde la teatralización del propio inconsciente del protagonista se torna en una manera efectiva de hacer visible lo que de otro modo siempre corre sospechado, a veces sobreentendido.

Y aunque ya quisiéramos que nuestra vida cotidiana tuviera esa dosis de magia, es bien cierto que uno vive dialogando con sí mismo, uno oficia de su propio anfitrión, y hasta no son pocas las veces, seamos sinceros, en que quisiéramos imaginar aplausos tras algunos discursos que nos damos, y ni hablar cuando ponemos la firma final de ciertos trabajos.
Por eso en general el entrevistado es el mismo cuadro, que bombardeamos a preguntas y no contesta ninguna.

Así, en diálogo con nosotros mismos, tratamos entonces de pulir algo, cualquier cosa, una frase que dijimos poco antes -tal vez ayer- frente a un tercero, un alumno, un amigo.
Aquel pensamiento balbuceado y vacilante lo vamos convirtiendo en una sentencia con carácter de aforismo, lista para enmarcar. La paladeamos como un caramelo, a la frase, la repetimos como un mantra. Y hasta que no llegamos a esa condición dorada de la letra justa no paramos de darle vueltas en la cabeza a la pavada que alguna vez dijimos y que el alumno o el amigo, qué duda cabe, ni siquiera escuchó.
En realidad, constatamos luego, lo que estamos haciendo en nuestra cabeza es un espejo de lo que hacemos frente a la obra. Una búsqueda incansable de perfeccionamiento. Y al menos en palabras creemos darnos una respuesta ganadora.

La realidad se nos torna en una cinta de Moebius, vamos y venimos, dentro y fuera de la tela, dentro y fuera de lo verbal. Nos asomamos como un topo o un minero, olisqueamos en derredor, y volvemos a la excavación.
Pero como todos saben, los topos son casi ciegos, y por eso cada tanto hay que sacudirse la purpurina de la fantasía y alejarse del cuadro para verlo de cuerpo presente, fuera de la escenografía que nos montamos (tan necesaria), para poder trabajar en él.
La pregunta del millón, claro está, es si trabajamos en el cuadro justamente para alejarnos de esa otra escenografía y trampantojo, la de la realidad.
Así resulta que estas obras no son otra cosa que unas “Puertitas del señor Lepez”, una muy necesaria válvula de escape.
Es que la realidad es tan sólida y abrumadora, y tan rosada y acolchada nuestra fantasía. ¿O ésta es así por efecto de contraste, como alivio y compensación?

Con tanto trajín no es raro que las preguntas se nos confundan, que no sepamos dónde estamos, si somos el mero boceto de un cuadro mayor, si algo tiene sentido.
Pero miramos al cielo y no encontramos respuesta. Estamos desorientados.
Será que Dios no firma sus cuadros.

De los vademécums

Las dolencias artísticas son de lo peor. Un ruido sordo e inclasificable que sobreviene tras la contemplación desmedida de algún cuadro problemático…
Nuestra mirada aletea contenta sobre la superficie de la tela y de súbito nos llega la alarma: No podemos aún puntualizarlo, pero hay algo podrido en Dinamarca.

Lo malo es que ocultar el cuadrito no parece una solución. Se espera del artista una alta dosis de valentía, que le ponga el pecho a las balas, no que las esquive.
Pero miramos la obra y nos lloran los ojos.

En el “Libro de la cuadratura del círculo” se nos dice que un buen remedio para contrarrestar fatigas oculares es contemplar el follaje, el verde de la fronda. Claro, el librito es árabe, del siglo 8vo, y sospecho que por entonces los oasis eran tan escasos como ahora. O sea que prescribirle al doliente que mirara el verde era como mandarlo a freír churros, elegantemente.

Pensando en eso me voy al patio, a ver si los malvones me quitan la mufa. (Hay que creer que la sanación es posible, que está al alcance de la mano). Por sobre la medianera diviso un muro forrado en hiedras. Ese es todo mi horizonte vegetal. Podría llorar ante tanto encierro, pero luego, volviendo a los árabes y sus recomendaciones, me digo que La Alhambra desde fuera siempre dijo poco, porque las fuentes y los mocárabes solo se disfrutan franqueado el pórtico.
La reflexión me levanta el ánimo, y sueño con hacer una obra así, que se torne en oasis al aproximarnos.
Nos sentimos más fuertes y capaces. La obra maestra está a la vuelta de la esquina.
Por eso lo primero que resolvemos es hacer más pequeños los trabajos, convencidos de minimizar así también sus consecuencias. (El artista es muy ladino, siempre lo he dicho. Y en el fondo lo que buscamos es borrar todo rastro de la obra, del problema).

Se me ocurre que tal vez por eso estos textos no tienen imágenes: queremos consignar por escrito nuestra frustración, sin evidencias del desastre que la genera.

La biografía sin vida que propone Pessoa en el “Libro del desasosiego” (una biografía donde escasean los datos externos y abundan los estados de ánimo) se me viene a la mente cuando pienso en estos escritos sin imágenes, estos “Retratos Imposibles”. Desde lo literal, la dificultad de la ejecución de esos supuestos “retratos” nunca queda demostrada, y sí, probablemente, lo dudoso de su existencia.
Claro que más de una vez estuve tentado de ilustrar estas reflexiones con un cuadro, tanto porque se lo mencionaba con nombre y apellido y en base a él se discutía algún tópico, o lisa y llanamente porque venía a cuento para clarificar algún punto. Pero siempre retuve el impulso, convencido de que esa ausencia sería de algún modo enriquecedora. Medidas que uno cree audaces e inteligentes cuando quiere dorarse la píldora.
Eso sí, con el tiempo vamos concluyendo que la dichosa píldora es apenas un “mejoralito”. Uds saben: rosa, pequeño y perteneciente al lejano mundo de la infancia; lo que se dice un recuerdo.
Claro que en lo que a recuerdos se refiere, tal vez sean esos los mejores: los pequeños y rosados.

Ya ven, con un par de reflexiones siempre se recupera el optimismo. La meta ahora es hacer un cuadro pequeño y rosado. Para qué perder el tiempo sobre grandes superficies que no sabemos cómo llenar y que, aun peor, no sabemos después dónde guardar.
Sí señores, hay que pasar al formato bolsillo urgentemente. Sin perder calidad en la compresión. Hasta diría lo contrario. Porque al fin y al cabo, según otro aforismo árabe, “La perfección no tiene tamaño”.

De los retratos y autorretratos

Me gusta trabajar con imágenes de gente que conozco. Me da cierta tranquilidad y certeza.
Certeza de estar capturando una expresión concreta.
Tranquilidad de ir sobre seguro.
Y para estar seguros de tal o cual expresión, lo mejor es conocer a quien la ostenta, estar habituados a su abanico de gestos y poder distinguir, de ser necesario, entre un arqueo de cejas que exprese ironía y uno que manifieste descreimiento.
Esa sutileza y discriminación enfatiza la lectura, reforzando la empatía del reconocimiento, la intuición de encontrarnos ante una presencia específica, una individualidad.

Cualquier expresión, sin embargo, carga con el fantasma de su propia mueca. Y la mueca tiene el poder, cuando se presenta, de destruir la ilusión, la magia del cuadro, confrontándonos con su mera factura y superficie.
La mueca anula cualquier comunión entre la obra y el espectador. Nos duele en el alma la mueca, hay que evitarla como sea.

Ahora bien, andando el tiempo, esta operación -la captura fiel de un semblante-, que en primera instancia parece razonable y pertinente, corre el riesgo de teñir toda el área de trabajo hasta tornarse en una elección estilística global, no sólo la manifestación de cierto puntillismo en el retrato.
Permítanme explicarlo…
Creo poder trazar un paralelo entre la correcta captura de expresiones faciales (y ademanes y lenguaje corporal) y cierta tendencia a rechazar cualquier ornamento que parezca obedecer a la fantasía y al capricho. Como si el arabesco, el regodeo en una línea o en una mancha por sí mismas, sin importar fidelidad a referencias, implicaran un alejamiento de la factura correcta, el equivalente de acercarse a la mueca que antes mencionaba.
La búsqueda de lo anatómicamente correcto puede derivar, insidiosa, en un canon general de lo expresivo, teniendo como único norte aquello que acontece en el plano de lo real, eliminando todo lo que sucede en lo plástico.

De modo que aquello que en primera instancia adoptamos como un paso conveniente para un sector parcial (aunque importante) de la obra, corre el riesgo de imponerse como lente y filtro de lo demás, empobreciendo el resultado.
En última instancia, es como si hubiera una relación inversa entre lo pertinente para un rostro y lo necesario para el resto de la composición. Lo visible y lo invisible.

Esto es algo que gobierna mi mano al trabajar y mi ojo al contemplar obras ajenas.
Confieso que en desiguales proporciones y con variopinto resultado. El trabajo ajeno, a mi modo de ver, es el reino de los aciertos y los hallazgos, el ámbito de las soluciones atronadoras y admirables. Mis trabajos, en el otro extremo… bueno, para qué deprimirse.
Esto, claro está, produce una suerte de cortocircuito, de llamada constante a la reflexión, a putear por lo bajo y dar zapatazos de impotencia.

Así es que al trabajo usual donde la captura de un semblante parece ocupar todo el horizonte debo añadir esta complicación, esta vuelta de tuerca, y soltar la mano y recordarme que cualquier invocación a lo meramente expresivo es bienvenido. Porque así como parte sustancial de lo que decimos acontece desde el llamado lenguaje no verbal, en la obra sucede otro tanto, solo que esa batería de gestos paralelos se camuflan tras un repertorio de soluciones plásticas que nada tienen que ver con la referencia y sí con el plano de las líneas y los colores.

Pero claro, habituados como estamos a trabajar desde lo manifiesto, se torna arduo bucear en lo invisible y traer al ruedo aquello que sólo la sensibilidad reconoce como válido, que no figura en otro libro que el de la intuición y por ende no hay manera de corroborar de antemano.
Nada que hacer, hay que tirarse a la pileta y manchar y equivocarse.

Ahora repetiremos aquello tan manido de que toda obra es autobiográfica. Y aunque creemos ver nuestro rostro en el espejo de las facciones ajenas, aparece de verdad en el otro plano, el de las soluciones plásticas.
Y así entramos al último círculo de este infierno…

Lo malo no es reconocernos en el campo de las manchas y borrones y brochazos. Lo terrible es que en general no nos gusta lo que vemos.
Ese reconocimiento suele ser problemático.
Las manchas que nos son propias conforman un nuevo retrato, y lo increíble, lo admirable incluso, es que intuitivamente creemos tener una imagen previa de cómo deberían lucir esas manchitas que son tan nuestras y que sin embargo al hacerlas no nos gustan para nada.
Como la primera vez que escuchamos nuestra voz en alguna grabación, a esto también lleva un tiempo habituarse.
Claro que a esta altura, a esta edad, uno ya debería tener el asunto resuelto.
Después de los 40 uno tiene la cara que se merece, tengo entendido.
Tal vez por eso es mejor no hacer autorretratos.

De los tiznes en la memoria

“Usted dibuja bien pero mira mal”, decía el profesor.
Nosotros formábamos un círculo con los caballetes, orientados hacia el bodegón en el centro de la sala. Todo era nuevo: los compañeros, la escuela, el mundo. El desafío del dibujo intimidaba, la carbonilla era indomable, nadie se conocía, y eso se palpaba en el siseo sobre la hoja, la goma frenética, las miradas encontradas y huidizas.
El profesor paseaba lento, monologaba, su atención parecía vagar al azar, hasta que se detenía frente a algún trabajo y largaba la frase. “Usted dibuja bien pero…”. Había allí algo de guiño, desde luego. Y bastante eufemismo. Le servía para abrir la puerta a la crítica y señalar errores y vicios sin herir susceptibilidades, como en un juego. La usaba como una muletilla, la frase, probablemente sin darse cuenta. Era un hombre mayor, vaya uno a saber cuántas camadas de alumnos había recibido. Nosotros éramos intercambiables; los nombres se olvidan, las frases no.
A mí por suerte nunca tuvo que decírmela. Hubiera sido irónico, porque yo estrenaba anteojos. Astigmatismo, me habían dicho a principio de año; úselos todo lo que pueda. Y yo los vestía como un escudo, algo que interponer al mundo. Una distancia, un reparo mínimo. Yo necesitaba ese amparo.

El encuentro semanal frente al fogón de la naturaleza muerta servía de rito iniciático y poco a poco las miradas dejaban de ser esquivas, cada cual tenía nombre, era corriente pedirle algo al vecino y demorarse en una charla. Llevábamos música. Aprendíamos del otro.

Habíamos comenzado el año dibujando bodegones muy sencillos, apenas unos cacharros, y con el correr de los meses se había ido enriqueciendo el planteo, hasta llegar, para cerrar el ciclo, al modelo vivo. Igual para mí los trabajos más interesantes fueron los previos, con botellas que se multiplicaban, incluso alguna tela exangüe que complicaba el ejercicio. Descubrí un especial regodeo en capturar ese juego de brillos y matices. Y el profesor no dejó de observarlo. “Vaya y mire lo de Lepez, recomendaba, fíjese cómo hermosea la superficie”. Yo me esponjaba de orgullo, no pasaba por la puerta.
Para mayor obsesión (¿o pavoneo?) comencé a utilizar carbonillas sintéticas, que exacerban los negros. Un recurso efectista.
Cuestión que dos compañeras llegaron a pedirme clases particulares. ¡A mí!
Era como para acomodarse los anteojos y pensar en Clark Kent.

Al año siguiente al nuevo profesor le hicieron gracia mis carbonillas. Las desestimó de un plumazo. Lo odié serenamente.
Este hombre no se paseaba, no monologaba, y de tranquilo no tenía nada. Su único minuto de paz era cuando leía el diario en un rincón. Ahí se podía trabajar. Ya después se erguía brusco, elegía un trabajo en particular y lo demolía a fuerza de observaciones y retoques. Era muy enfático para hablar, tajante, implacable. Pero siempre acertado.
“Usted tiene un dibujo pre renacentista”, solía decir. Era su pie, su eufemismo.
De mí esperaba mayores cosas y yo fingía no entenderlo. Quería más soltura, me decía.
Lo único que me festejó, alguna vez, fue la música. La sinfonía París, de Mozart. Si lo recuerdo es porque con él los elogios eran tan escasos que ese tuvo gusto a victoria.

Tal vez el aprendizaje pasaba por ahí, por los vaivenes de la aprobación, aunque desde el atalaya de los años me animo a ponerlo en duda.
En ese tren, me digo, uno enmienda errores de acuerdo a lo que supone que el otro aprueba, y no en base a propias observaciones. Hay que señalar el error, desde luego, pero ese error señalado tiene que parecer un descubrimiento mutuo y no un escándalo que hay que tapar antes que el otro lo vea.

Puede ser, pero las carbonillas sintéticas dejé de usarlas.

De algunos materiales (2)

Parece que debemos agradecer al señor Winsor (o al señor Newton) el poder contar con los colores correctamente embutidos en su reluciente funda de metal.
La innovación en realidad es de un tal Rand, pero al cabo de un año, allá por 1841, vendió su patente y fueron los antes citados quienes mejor y más pronto explotaron el producto que vino a cambiar drásticamente el panorama de la plástica.
Desde entonces las cosas no han cambiado mucho, sospecho. Los problemas son los mismos. He aquí dos:

A) Queremos abrir el pomo y la tapa está pegada. Bah, pegada es poco: está fundida al metal, prendida con alma y vida. Y no hay fuerza humana capaz de extraer esta espada en la piedra, verdadera Excalibur que resiste todas nuestras argucias y tretas y nos mira triunfal mientras jadeamos exhaustos, las manos llagadas de tanto forcejeo, tatuada en las palmas la trama del contorno plástico del engendro.
Nos serenamos, tratamos de usar la lógica, el poder de la razón. Primates superiores como somos, arribamos triunfales a la herramienta esencial: la tenaza. Ponemos entonces la cabeza del pomo entre las bisagras de la puerta, la cerramos poco a poco hasta lograr el agarre necesario y luego con delicadeza, pero firmes, giramos en sentido antihorario. Nos quedamos con algo que remeda una columna salomónica. Y desde ya que el plástico de la tapa, diabólico, se nos quiebra a medida que lo forzamos, se pulveriza. Pero aflojar, no afloja.
El mono piensa y decide usar el fuego. Nos quemamos los dedos tratando de calentar el pomito. Se nos chamusca la tapa, la bendita tapa. Se derrite un poco. ¡Sucumbe! ¡Cede!
Lástima grande que el triunfo se vea relegado por cosas mas urgentes como correr a la farmacia a comprar gasa, platsul, caladril, cualquier cosa que calme este dolor.

Cuando volvemos, aunque estorbados por el vendaje, apretamos el dichoso pomo y… B) en lugar de color lo que sale es aceite, un montón de aceite. Tanto que parece un chasco, no es posible que de tan pequeño envase brote tanto líquido. Yo no sé a qué se debe, si es que hay una razón lógica que se pueda aventurar -y por ende permita en el futuro evitar el trance-, o todo es obra del azar, otra voltereta de este universo fortuito y caótico que nos empeñamos en creer ordenado y se nos ríe en la cara.
Uno no puede estar jamás seguro de cuándo le tocará este premio, el del pomo piñata que parece contener solo líquido y ningún color. Será cuestión de determinados pigmentos, digo yo. O tal vez sea una crueldad de la misma casa matriz, donde un perverso Willy Wonka se divierte anticipando y paladeando la negra desazón que despierta en nosotros el fiasco.
Lo malo es que pasa el tiempo y nos sigue tomando por sorpresa. Incluso cuando el pomo lo tenemos comenzado hace rato, es volver a usarlo y reanudar el ciclo de asombro y disgusto -incrementado, en cada ocasión, por nuestra insistencia en olvidarlo. Porque el asunto no parece agotarse en los primeros escarceos, no. Yo tengo pomos -reconozco que poco usados-, que una y otra vez me sumergen en la ignominia, al esperar color y recibir aceite. Aceite que, ahora sí por inflexibles leyes de la física, una vez en la paleta corre presuroso a mezclarse entre los colores restantes, los colores previos e inmediatos, agigantando el accidente, el desconcierto, el descalabro. Un verdadero efecto dominó. Ahí es donde maldigo la hora en que incorporé el color a la nómina, y me juro recordar la marca, el pigmento, la artística misma donde lo adquirí -cuando no al vendedor-, para no incurrir en nuevos disgustos, por el amor de Dios. Pero sé que será en vano, porque el pomo volverá al cajón, se mezclará con los otros colores e inmediatamente quedará camuflado, esperando insidioso nuestro próximo encuentro, donde mi naturaleza candorosa me expondrá de nuevo a este rito que comienza con un acto banal y termina en los resoplidos del disgusto.
Cosas, en fin, que nos quitan, nos ponen lejos el trance tan ansiado, ese que buscamos una y otra vez: el ensimismamiento, el rapto que debe ser la sesión de pintura.

Muchos textos atrás hablé de algo semejante, el desconcierto que sentimos cuando se nos rompe la carbonilla o el grato hallazgo de esos mandalas que entramos a ver en la paleta. A esas intromisiones externas les otorgaba una lectura optimista. Hoy diría que les forzaba una lectura optimista. A esto en cambio ya no. ¿Serán justamente los años, que nos avinagran?
Supongo que no, porque a poco de indagar en el disgusto uno descubre que parte del malestar, buena parte de él, se debe a sentirse uno estafado: hemos comprado de buena fe un producto que resultó defectuoso. Para cuando nos dimos cuenta, ya la artística estaba en otro barrio, en otro mes, en otro planeta.
Los casos de la carbonilla y la paleta son los verdaderos gajes del oficio y está bien destacarles su lado bueno. Habla bien de nosotros.
Esto, en cambio, habla mal de Winsor, de Newton y del universo también.

De ciertos matices de añil

No sé si a todos les habrá pasado, pero sin duda me ocurre a mí.
A esta provecta edad de 46 años cualquier situación me dispara hacia otra época, hacia algún rincón de la memoria, recordando situaciones inconexas, en cierto modo reviviéndolas. A veces un sonido, un aroma, una pequeña anomalía en el tejido temporal y me encuentro paladeando algún hecho pretérito.
Los alumnos tratan de traerme de nuevo al orden, pero es en vano, yo sigo trepado a los árboles de mi pasado.
Como la pintura se nutre del espectro completo de nuestro perfil, entiendo si cada tanto le toca a la nostalgia, a ese nebuloso ayer, servir de acicate para pintar, incluso de borrador, hasta de idea, por qué no.
Lo malo viene cuando el rapto acontece en el momento menos propicio, por ejemplo cuando estamos a mitad de una obra, concentrados en nuestro dilema usual de colores. En la paleta nos falta azul. Lo buscamos y de repente estamos en una noche de verano del año 2001. A la vuelta de una esquina encontramos en un volquete una suerte de biblioteca, un mueble antiguo, gigante, mucha madera, persianas y cajones. Estos mismos cajones de mi mesa de trabajo, el simple carrito de televisor que tras tanto trajín y carpintería parece una navaja suiza: estantes rebatibles y plegables, rueditas, frascos, broches multifunción. En ese tumulto descansan mi paleta y mis pinceles. Y en los cajones guardo los óleos. El tercero es para los azules: ftalo, cobalto, ultramar, prusia, manganeso, indantreno… Ahora es el año 1998. Al terminar el Bellas Artes emprendí un viaje por algunos museos europeos. El llamado viaje de estudios. En una artística de Amsterdam, con el periplo concluyendo, me decidí a cargar con algunos implementos, entre ellos el pomo de azul indantreno. Un poco por curiosidad -no conocía el pigmento-, y otro tanto por simple anhelo. La compra era una suerte de promesa. Ya lo tengo dicho, los materiales que nos miran en las artísticas terminan encarnando nuestras aspiraciones. “Con ese pincel bellísimo sólo pueden salir maravillas” y otras expectativas así.
En ese respecto aquella compra fue ejemplar.
El viaje había comenzado desde la decepción. Por circunstancias largas de explicar, a pesar de estar recién recibido (¿o debido a eso?), el horizonte no me parecía promisorio. Yo diría que lucía incierto, casi negro. La frase de Marguerite Duras me hubiera ido al dedillo: “Muy pronto en mi vida fue demasiado tarde”. Así me sentía. Inconmensurable mi abatimiento. Infinita la tristeza. Adiós Pampa mía.
De modo que el viaje tenía cierto gusto a despedida, el romántico adiós a una profesión con más de sueño irrealizable que de meta prometida.
Por fortuna en las peripecias del recorrido había recuperado buena parte del optimismo (una muestra del grabador José Hernández merece los laudos) y para cuando llegué a Holanda y sus canales las ganas de pintar habían retornado. Por eso la compra de aquel azul era importante, porque era la puesta en acto de mi renovada motivación, de mi fe.
O algo así.
Y aunque nunca tuve el dichoso pomo en un marquito ni en un pedestal, no deja de ser cierto que no hubo ocasión, al usarlo, en que no sintiera un estremecimiento, el de mis viejas expectativas retorciéndose, pujando por salir y haciendo preguntas.
Pintar, lo tengo dicho, es campo fecundo para todo tipo de reflexiones que poco tienen que ver con el trabajo de turno. De modo que era exprimir aquel tubo y sentir ansiedad, incertidumbre.
Como esas cajitas de música, cuya melodía nos evoca un pasado ficticio, así parecía sonar ese color azul. Cargaba de melodrama mis pinceles. Pero eso no era todo, o era lo de menos. El pomo era también como un reloj de arena que va desgranando sus promesas, un talismán que va perdiendo sus virtudes, una suerte de lámpara de Aladino, pero en lugar de un genio, el que asomaba era ese enano aguafiestas y negativo que se nos instala al hombro y nos susurra al oído: “¿Están saliendo bien los trabajitos? ¿No te estarás achanchando?” Cosas así. Una delicia.

Que nadie se extrañe si fui escatimando el azul. Yo creo que me mareaba.
Luego temí que ocurriera lo mismo con los otros colores, y dejé de usarlo.

Pero sigue ahí.