No mucho tiempo atrás la languidez de una mano exangüe me bastaba como estimulante punto de partida para pintar. No necesitaba mayor excusa. Una mano yacente, como olvidada y desnuda.
Para llegar a ella debía uno ordenar prioridades, orquestar torsiones que justificaran aquella laxitud final, la de la mano protagónica al término de un brazo acodado y plácido, especie de idea que venía bajando y gestándose desde el torso reclinado. La mano como cereza final de una figura indolente.
Si bien era importante que la postura permitiera un regodeo ante su propia cadencia -porque capturarla era poner en práctica pinceladas, paletas de colores, collages, o cualquier otra solución plástica-, lo innegable era la avidez por plasmar un peculiar abandono, cierto arrellanarse que delatara una visión del mundo, contemplativa y melancólica. La mano perezosa como una postura del ser: el resumen de una idiosincracia.
(Claro que para que esa mano fuera posible tuvo que haber triclinios, Ingres, mucha madame Recamier, Vivant Denon y zapatitos rococó… Y nos gustaba creer que todo eso yacía desplegado como un abanico troquelado entre los cueros y capitonés de la poltrona o el chesterfield).
Esa mano que pudo ser la que menciona Umbral -la de matar, el arma perfecta que nos dejó la evolución-, se tornaba ahora en una estilizada extensión aristocrática, una articulada frase de Wilde, un gorjeo, un alegato sobre la ociosidad, Veblen mediante y con manicura incluida.
Ese era el plan al menos.
Pero como cualquiera habrá sospechado, el cuadro nos esperaba paciente como gato maula, tejiendo sorpresas para nosotros, chascos que involucraban parejas dosis de angustia y adrenalina. Y pese a nuestro calmo empeño, la tela nos devolvía a dentelladas una versión donde la tersura imaginada se trocaba en muy reales costras y remiendos. El trabajo devenía en lidia, se transformaba en lucha, doma y folklore del sillón y su figura.
Aparecían borrones, brochazos, salpicaduras.
La prometida meta debía abandonarse, y era mejor pensar en siluetas vagas y colores tierra.
Más que sillones, esto era un juego de la silla, y al son de los pinceles nos íbamos arrebatando en gestos plenos de contradicciones.
(Resulta que un perverso Loki nos gobierna, y aunque creamos muy ingenuos comandar las cosas, el abracadabra del cuadro libera fuerzas que quieren dejar su impronta. Adiós al orden, adiós al canon).
Hoy por hoy, cuando me acomete la acuciante urgencia de pintar sillones, me juro y me convenzo de que la mano alcanza como pose y como idea, pero temo que tras esa mano delicada se asome la garra, la zarpa, el arma que no quiere pinceles, sino martillos y destornilladores.
(Domingo 24 de abril de 2022, de mañana).